Un milagro de la psicología moderna

Para mi psicóloga, cuando empezamos hace diez años, yo no era un mangui. Al principio, yo era un caso de desorden obsesivo-compulsivo. Ella acababa de sacarse el título y tenía aún sus libros de texto para demostrarlo. Los obsesivos-compulsivos, me contó, tenían que comprobarlo todo, o bien limpiarlo todo. Según ella yo pertenecía al segundo grupo. La verdad es que a mí me gusta limpiar, pero toda mi vida me han educado para obedecer. Lo único que hice fue intentar hacer realidad aquella porquería de diagnóstico. La psicóloga me explicó los síntomas y yo intenté lo mejor que pude manifestarlos para luego dejar que me curara.

Después de ser un obsesivo-compulsivo, sufrí un desorden de estrés postraumático. Luego fui agorafóbico. Sufrí ataques crónicos de pánico. A los tres meses escasos de conocer a la asistente, fui un caso de disociación de identidad porque no quise contarle cosas de mi infancia. Luego fui una personalidad esquizoide porque no quise unirme a su grupo de terapia semanal.

Luego pensó que podría escribir un buen estudio y sufrí el síndrome de Koro, que hace que vivas convencido de que tu pene se hace más y más pequeño, y que cuando desaparezca morirás. Luego me hizo cambiar para tener el síndrome de Dhat, en el que crees que cuando tienes poluciones nocturnas o vas al baño pierdes todo tu esperma.

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A cada sesión que teníamos me diagnosticaba otro problema que creía que podía tener, y me daba un libro para que pudiese estudiar los síntomas. A la semana siguiente me sabía al dedillo cualquier que fuese un problema. Una semana pirómano. A la siguiente, problemas de identidad genérica. Me dijo que era un exhibicionista, y a la semana siguiente le hice un calvo. Me dijo que tenía problemas de atención, así que me dediqué a cambiar de tema. Era claustrofóbico, así que tuvimos que tener la charla en el patio. Llegó tal punto que si la asistente hubiese tirado el libro al suelo daba igual por qué página se hubiera abierto; yo intentaría tener esos síntomas para la semana siguiente.

No nos fue mal con ese sistema durante un tiempo. A ella le parecía que avanzábamos con cada semana que pasaba y yo tenía cada semana un guión que me decía cómo tenía que actuar. No era aburrido, y me dio suficientes problemas de pega para no preocuparme por nada real. La psicóloga me daba su diagnóstico cada martes, y ésa era mi nueva tarea. En nuestro primer año juntos no hubo suficiente tiempo libre para considerar el suicidio.

Hicimos el test de Stanford-Binet para establecer la edad de mi cerebro. Hicimos el Wechsler. Hicimos el Inventario Multifase de Personalidad de Minnesota. El Inventario Clínico Multiaxial de Millon. El Inventario de Depresión de Beck. La asistente lo supo todo de mí excepto la verdad. Simplemente no quería que me arreglasen. Fueran cuales fuesen mis problemas, no quería que me los curasen.

Mis secretitos internos no tenían ganas de ser descubiertos y explicados. Ni con mitos. Ni con mi infancia. Ni con química. Mi miedo era: qué me iba a quedar? Por eso, ninguno de mis temores llegó a ver la luz. No quería resolver ninguna angustia. No quería hablar de mi familia muerta. Expresar mi dolor, lo llamaba ella. Resolverlo. Dejarlo atrás. La psicóloga me curó más de cien síntomas, ninguno real, y anunció luego que estaba curado, completamente curado. Estás curado. Ve en paz. Levántate y anda. Un milagro de la psicología moderna.

Chuck Palahniuk – Superviviente